Eran casi las ocho de la noche cuando tomaba vino, y de momento un grito fuera de la morada perturbo el silencio. Salí inmediatamente vislumbrando a un vecino del barrio, — Encontraron a Lucas, cerca de su casa, muerto — me dijo. Un comunicado de ese tipo no se puede dar de otra manera, supongo; salí completamente a la calle para saber los pormenores. Lucas era un hombre que olía a cigarro, aún después de haberlo dejado. ¿Cómo abandonas a un amigo de más de tres décadas? Bueno, yo no lo sé, pero él lo supo, lo abandonó. Fuimos a donde Lucas, y sobre una roca yacía su cuerpo, distante y frío; el pobre quedó, apenas, a unos pasos de su vieja casa del campo, donde creció con sus padres, tuvo familia y pasó la mayor parte del tiempo. Esperamos arribara el ministerio público, y tras declarar muerte natural, entre los demás vecinos y yo movimos el cuerpo. Pienso que pudo morir de tristeza, la falta de tabaco le desencadenó un infarto; al cabo de unas horas llegaron sus familiares cercanos, y entre llanto y sollozo, también esperamos el arribo del servicio de funerales, mismo que había sido donado. Cuando fumas y vives la vida, el ahorro no es un hábito aunque al despertar, sentado al borde de la cama le preguntes a la muerte: ¿es hoy? A la par, nadie podría ahorrar si no ganas más que para comer y para envolverte en humo. Cuando llegó el servicio funerario, bajó una caja menos gruesa que la de un cartón de huevo y metieron bruscamente el cuerpo para trasladarlo al lugar donde sería velado. Fue una noche como cualquiera, pero con una ausencia eterna y de mutismo. La mayoría de gente no acompañó el féretro, solo se escuchaba comentar: —Se murió “el paisano”. Prendí un cigarro y caminé sendero abajo, hacía frío y me dolía el cuello.